Al darle un mordisco a una galleta glaseada de babaria, Harold por fin tenía la sensación de que todo iba a salir bien. En ocasiones, cuando nos perdemos en el miedo y la desesperación, en la rutina y la constancia, en la desilusión y la tragedia, habría que dar gracias a Dios por las galletas glaseadas de babaria. Y, afortunadamente, incluso cuando no hay galletas aun nos puede reconfortar una mano conocida acariciándonos. O un gesto amable y cariñoso. O un apoyo sutil para respirar la vida. O un abrazo tierno. O unas palabras de consuelo. Y no olvidemos las camillas de hospital, y los tapones para la nariz, y la repostería que sobra, y los secretos susurrados, y las Fender Stratocaster, y, tal vez, alguna que otra novela. Y hay que tener en cuenta que todas estas cosas, los matices, las anomalías, las sutilezas que creemos que no son más que complementos en nuestras vidas de hecho están presentes por una causa mucho mayor y más noble. Están para salvarnos la vida. Sé que la idea resulta extraña, pero también sé que es la pura verdad.
16 de marzo de 2008
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1 COMENTARIOS MÁS EL TUYO SI LO DESEAS:
cuando todo falla, lo mejor es sujetarse a esas pequeñas cosas familiares que sujetan nuestra rutina, la hacen más navegable y menos hostil.
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